6 de Dicieembre de 2017
Por Rodrígo Solis
El pueblo ignorante de su propia historia está condenado a repetirla, excepto México, o al menos, si se habla estrictamente de fútbol. El mexicano promedio, o sea, el versado en decir disparates e ilusionarse con imposibles cada cuatro años, es consciente hasta su última fibra del rol que le toca interpretar en una Copa del Mundo, el cual es, y aquí inserto una analogía para ser inclusivo con el lector que no sepa ni jota de este deporte, el del borracho de la fiesta.
Como se sabe y espera, en una celebración, además del festejado, el galán, los mirones y los del montón, debe y tiene que haber un borracho, que en un principio no está ebrio y pasa por colado, pero desde que pone un pie, lo dirige hacia la barra con la firme intención de vencer sus taras mentales y miedos sociales. Entonces, promediando la mitad de la noche, todo se tuerce. De mustio pasa a parlanchín, de hombre de etiqueta a estrafalario, y de estatua humana a trompo bailarín. El cambio es gradual, casi imperceptible y se divide en cuatro etapas: uno, siente libertad de hacer chistes políticamente incorrectos; dos, se desfaja y pone la corbata en la cabeza; tres, espanta al DJ para poner cumbias y música de banda; cuatro, piropea a la mujer del anfitrión (mirándole las tetas) y lo echan de la fiesta con lujo de violencia.
—Si ya saben cómo me pongo… —dice el borracho en su defensa— para qué me invitan.
La estrategia del mexicano es infalible y ha ido perfeccionándola de manera sistemática cada ciclo mundialista. Desde que tengo conciencia adulta, venimos pobretéandonos, apelando a traumas que se remontan a tiempos de la conquista, genéticas e incluso místicas. <<Ya estuvo que perdimos, imposible pasar sobre romanos, vikingos y duendes>>, declaramos hace 24 años y el mundo nos creyó.
Y nos sigue creyendo hasta la fecha, y para muestra, un botón. Antier, apenas concluido el sorteo para el Mundial del próximo verano (todos dan por descontado a alemanes invencibles y a coreanos un cheque al portador), abordaron al entrenador sueco para conocer la opinión que le merece el rival con el que, en teoría, se jugará a todo o nada el pase a la siguiente ronda.
—No sé nada de la Selección mexicana —fue su respuesta sincera, y, por demás alentadora para todo un pueblo, que se sabe al derecho y al revés su propia historia y estará encantado de repetirla.
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