Diario sin secretos.-
Cada 19 de septiembre la Iglesia celebra la fiesta de San Genaro, mártir (Nápoles, 21 de abril de 272 – Pozzuoli, 19 de septiembre de 305), cuya sangre, preservada por siglos en un relicario, se licua todos los años en determinadas fechas.
San Genaro (o “Jenaro”) es el patrón por antonomasia de la ciudad de Nápoles (Italia), lugar donde nació. Se sabe que fue Obispo de Benevento (municipio de Nápoles, Campania). Durante la persecución de Diocleciano contra los cristianos, fue hecho prisionero junto a un grupo de compañeros, y sometido a terribles torturas. San Genaro y sus amigos se negaron a renegar de la fe a pesar de los maltratos, por lo que fueron condenados a muerte. Primero se les intentó quemar vivos en el horno; luego, se les arrojó a las fieras -los leones sólo rugieron y no se les acercaron-, pero en ambos casos todos salieron ilesos. Entonces, se decidió que fuesen decapitados cerca de Pozzuoli. Allí, los hombres fueron ajusticiados y sus restos enterrados (c.305).
A lo largo de varios siglos, las reliquias del Santo fueron trasladadas por diferentes partes de Italia, hasta que finalmente regresaron a Nápoles en 1497, donde permanecen hasta hoy. Específicamente, lo que se preserva de él es una ampolla de vidrio donde se guarda un coágulo de sangre (una masa de sangre seca) que en días especiales del año se licúa (milagro de la licuefacción’).
Aunque muchos cuestionan el milagro, nadie puede explicar con certeza qué se produce con la sangre del santo, la cual se vuelve líquida en tres conmemoraciones a lo largo del año: la traslación de los restos de San Genaro a Nápoles (el sábado anterior al primer domingo de mayo), su fiesta litúrgica (19 de septiembre) y el aniversario de su intervención para evitar los efectos de la erupción del volcán Vesubio del 16 de diciembre de 1631.
En cada una de esas oportunidades, el Obispo de la ciudad, o un sacerdote autorizado, presenta la reliquia con la sangre, de pie, frente a la urna que contiene la cabeza del Santo, en presencia de los fieles. Después de un lapso de tiempo, el que preside la liturgia alza el relicario, lo vuelve de cabeza y la masa de sangre se torna líquida. Entonces anuncia: “¡Ha ocurrido el milagro!”.