Por Juan Carlos Sánchez/ Panam Post
El poder es logístico no es estático y su alcance se decide sobre todo en las infraestructuras y en las instituciones. (Efe)
En 1931 el escritor italiano Curzio Malaparte sacaba a la luz su libro Técnica del golpe de estado, en el que el controvertido ensayista analizaba, capítulo a capítulo, diferentes golpes de Estado, entre ellos el que perpetró Napoleón contra Francia en el 18 Brumario o el llevado a cabo por los bolcheviques en Rusia asesorados por Trotsky, el creador moderno de la toma del poder político a través de acciones orientadas desde instituciones y poderes civiles para generar inestabilidad y caos social.
En su libro, Malaparte esgrime una tesis de enorme maestría institucional que luego Foucault haría suya: el poder es logístico no es estático —se multiplica en redes de poder en constante mutación— y su alcance se decide sobre todo en las infraestructuras y en las instituciones. Su teoría encerraba una enorme verdad.
Tras la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca ha trascendido una serie de acontecimientos que demuestran que en el seno de algunas agencias de inteligencia e instituciones del poder público norteamericano podría haberse orquestado un golpe de Estado encubierto contra el presidente que resultó electo democráticamente en 2016.
En los últimos días se han conocido nuevos datos sobre el conocido “expediente Steele”, un archivo de 35 páginas hecho público el 10 de enero de 2017 que contenía una serie de informes en los que se aseguraba que el entonces candidato Trump había conspirado con Rusia para influir en las elecciones presidenciales.
Su autor, el exagente del MI6, Christopher Steele, reconoció el pasado 22 de julio, ante la Alta Corte de Justicia de Londres y Gales, que una buena parte de las informaciones que recogió en su dossier sobre Trump eran «inverificables».
Pero eso no les importó a quienes en su día querían destruir al candidato republicano.
Mientras en EE. UU. se desarrollaba, bajo apariencia de normalidad, la campaña presidencial, Hillary Clinton y el Comité Nacional del partido Demócrata preparaban una operación conjunta para incriminar a Trump. El “expediente Steele” fue encargado a la firma Fusion GPS, a través de su firma de abogados Perkins Coie y su financiación corrió a cargo de los demócratas.
Lo que debió haberse considerado una acción sucia de espionaje manipulado que incluía numerosa información sin contrastar, se convirtió en un documento oficial que llegó a manos del FBI a través del senador John McCain, según el diario británico ‘The Guardian’.
Una sucia campaña mediática para airear el supuesto escándalo sería el próximo paso. La empresa de medios de comunicación de Internet BuzzFeed fue la primera en publicar el controvertido informe y a continuación los reporteros de los principales medios de comunicación de los Estados Unidos, incluyendo The New York Times, The Washington Post, Yahoo News y CNN, se apresuraron a pulverizar la credibilidad del presidente.
De inmediato, el “expediente Steele” se convirtió en la punta de lanza del equipo de trabajo del Buró Federal de Investigaciones (FBI) encargado de investigar la campaña de Trump. El operativo fue bautizado como ‘Crossfire Hurricane’. El primer paso fue solicitar la aplicación de la Ley de Vigilancia de Inteligencia Extranjera (FISA) contra Carter Page, exasesor del entonces candidato republicano, por presuntos vínculos con Rusia, en las que desempeñó un papel fundamental su entonces director, James Comey, cesado más tarde del cargo.
Según un informe elaborado en 2019 por el inspector general del Departamento de Justicia, Michael Horowitz, la primera solicitud del FBI para llevar a cabo el proceso de vigilancia encubierta sobre Page se produjo en octubre de 2016, apoyándose en la información sin cotejar que ofrecía el “expediente Steele” y sin que, como señala Horowitz, el FBI tuviese «información que corroborara las acusaciones específicas contra Carter Page» en dichos informes.
En una entrevista reciente publicada por The New York Times, el abogado de Igor Danchenko declaró que su cliente, un antiguo analista de investigación de Brookings Institution en Washington D. C., fue quien proporcionó la información que sirvió de base al “expediente Steele”. Y a juzgar por investigaciones recientes, lo hizo desde EE. UU. apoyándose en informantes muy próximos a círculos oligarcas rusos y a los servicios de inteligencia de ese país.
El método poco riguroso que justificó la investigación se repite en lo sustancial en cada una de las etapas en las que los servicios de inteligencia planearon sus pesquisas. No solo las órdenes para espiar a Page se llevaron a cabo repetidamente, entre 2016 y 2017, sino que además un informe desclasificado hace tan solo unos días por el Departamento de Justicia prueba cómo altos funcionarios de la CIA cuestionaron a sus homólogos del FBI cuando estos se empecinaron en incluir el “expediente Steele” en el informe de Evaluación de la Comunidad de Inteligencia (ICA) sobre la supuesta interferencia de Rusia en las elecciones presidenciales de noviembre de 2016 en EE. UU., a pesar de la poca credibilidad que ofrecían sus informaciones.
Entre los archivos desclasificados figura una declaración del exdirector de la CIA, John Brenan, negándose a incorporar el referido expediente en la elaboración del informe de contrainteligencia, pese a la fuerte insistencia de James Comey para que el dossier formara parte de la evaluación.
El Comité Judicial del Senado ha ido más allá en sus declaraciones al asegurar que los funcionarios que tomaron la decisión de incluir el “expediente Steele” en el ICA, actuaron bajo las órdenes expresas del expresidente Barack Obama.
Por su parte, el expresidente del Comité de Inteligencia de la Cámara de Representantes, Devin Nunes, ha calificado la investigación sobre la campaña de Trump como una operación «corrupta desde el principio» en la que el FBI omitió pruebas requeridas en su momento por la corte FISA, y ha propuesto que se practiquen nuevas diligencias a la luz de los nuevos documentos revelados.
Asimismo, tras revisar las notas a pie de página del informe desclasificado, los senadores Chuck Grassley (Iowa) y Ron Johnson (Wis.) se han referido a la existencia de un plan de desinformación ruso durante las elecciones de 2016, más afín a la campana de Hillary Clinton que a la de Trump.
Grassley y Johnson estiman que la puesta en marcha de una investigación a ciegas por parte del FBI, a pesar de la información exculpatoria y contradictoria que le sirvió de guía para sus averiguaciones, solo legitimaba la narrativa de una conspiración contra el presidente Trump, aderezada a base de filtraciones, insinuaciones, informaciones falsas y acusaciones infundadas que han divido al país y dañado la credibilidad de una de las instituciones fundamentales de la democracia norteamericana.
Lo sucedido en los últimos meses no ha hecho sino confirmar esta terrible cadena de infamias.
El conocido como “expediente Steele” constituye uno de los episodios más graves de la historia de la lucha del Estado de derechos en EE. UU. contra la injerencia del Deep State. Muchos de los partidarios y autores intelectuales del informe han continuado en las instituciones, siendo costeados por los constituyentes norteamericanos.
Viendo las cosas con perspectiva, mientras se orquestaba una posible injerencia de una nación extranjera para interferir en las elecciones presidenciales de 2016, contra la que los servicios de inteligencia podrían haber actuado para desarticular la operación, presuntamente altos miembros de las fuerzas de inteligencia de EE. UU. prepararon paralelamente una investigación de contrainteligencia ilegítima con recursos públicos para espiar a líderes políticos rivales en provecho del partido del Gobierno de turno, evitando que se descubriera la vinculación de la misma con la campaña de Hillary Clinton.
Semejantes hechos habrían tenido como telón de fondo la tan desacreditada tesis de la injerencia rusa en las elecciones de EE. UU, en virtud de la cual el Partido Demócrata aspiraba a probar las evidencias de una campaña de hackeos por parte de Rusia que supuestamente buscaban impulsar la candidatura de Trump en 2016 y dañar a su oponente demócrata, a cambio de una política exterior pro-Rusia y un alivio en las sanciones económicas con las que el gobierno entrante beneficiara la oligarquía de Vladímir Putin.
Las órdenes para llevar a cabo estas presuntas acciones delictivas de investigación podrían haber partido de Hillary Clinton, incluso de Barack Obama, siendo innegable en cualquier caso la responsabilidad política de ambos. Era quizás lo lógico en una época en la que algunas instituciones democráticas habían perdido su independencia y ofrecía a sus funcionarios a los antojos de los servicios de inteligencia extranjeros para pactar el descuartizamiento de EE. UU., incluida la entrega del país a la mafia del globalismo mundial.
Tal vez era lo normal en una época en la que el mismo presidente del Gobierno, Barack Obama, en lugar de dar la orden de paralizar una investigación repugnante contra el principal rival político de su partido, le hacía llegar mensajes encubiertos a los ejecutores para seguir adelante con el juego sucio de una operación de enorme gravedad inconstitucional.
Una acción de ese tipo, de manera muy diferente a lo que sucedió mientras el fiscal especial de la trama rusa, Robert Mueller, tuvo durante 22 meses en sus manos la causa sin encontrar pruebas suficientes para certificar una conspiración criminal entre el equipo de Trump y Rusia, debe ser esclarecida y en el caso de demostrarse los hechos, castigada con todo el peso de la ley. En un Estado de derecho la policía ha de ser neutral, sujeta a una norma jurídica previamente aprobada y de conocimiento público para evitar que su politización se convierta en una peligrosa amenaza.
Recientemente, el fiscal general de Estados Unidos, William Barr, ha hecho pública su decisión de llegar hasta el final para esclarecer y procesar a todo los que han participado en esta operación conocida como «Russiagate» y que tenía como fin sabotear la Presidencia de los EE. UU.
Harían muy bien el presidente del Comité Judicial de la Cámara, Jerrold Nadler, y el presidente del Comité de Inteligencia de la Cámara, Adam Schiff, si se decidieran hacer lo mismo.
La democracia norteamericana debería dar señales de su madurez, y la justicia —si es independiente mejor— le corresponde pronunciarse a través de la firmeza de sus procedimientos y sentencias, no a través de los medios de comunicación ni de las opiniones personales de aquellos que la imparten desde las instituciones públicas, con el solo fin de utilizarlas como pretexto para judicializar la política o politizar la justicia.
La implicación de altos mandos de la comunidad de inteligencia en las investigaciones ordenadas por el FBI contra el entorno de Trump deja en una situación muy comprometida al equipo del expresidente Obama y le obliga a dar una explicación detallada de los hechos. Hasta ahora, Susan Rice, James Comey y Andrew McCabe han negado cualquier responsabilidad y han contestado de manera vaga las numerosas preguntas que le han formulado desde la Cámara Alta del Congreso.
Pero los documentos desclasificados recientemente apuntan directamente a las más altas instancias de los servicios de inteligencia y de la dirección de seguridad nacional, en un asunto gravísimo y sin precedentes en el uso inconstitucional de las instituciones públicas para sabotear unas elecciones y derribar un Gobierno electo democráticamente en las urnas.
Cuando los funcionarios de inteligencia que deben defender al país contra las interferencias extranjeras dan cobijo a informaciones falsas para llevar a cabo actividades de espionaje contra ciudadanos norteamericanos y grupos políticos que respetan el orden democrático —violando la Cuarta Enmienda—, cuando algunos jueces y congresistas intentan paliar el peso de la ley sobre los policías que transgreden las normas durante su servicio, cuando algunos políticos miran hacia otro lado para encubrir estas sucias maniobras antidemocráticas, la sociedad civil debería alzar de manera firme su voz —y su voto— en defensa de la Constitución y en contra de los enemigos del Estado de derecho. Lo contrario sería un lamentable despropósito.