Alejandro Melgoza
La población penitenciaria en Ciudad de México representa poco más del 12% de los reos del país, pero en las cárceles capitalinas se han producido casi la mitad de los casos confirmados de Covid-19 y cerca de una cuarta parte de los fallecimientos en los penales a nivel nacional.
Según una base de datos de la CNDH obtenida vía transparencia y un informe interno, oficialmente el primer brote comenzó el 17 de abril de 2020, pero diez reos y familiares aseguran que el virus ya se propagaba semanas antes entre los muros de las prisiones. Los internos denuncian el hacinamiento entre personas sanas e infectadas, que las autoridades les ocultaron los contagios y que los custodios hicieron negocio con todos los insumos de protección y medicamentos. Así se vive la pandemia donde la sana distancia es un imposible.
Macarena Rodríguez Farré recuerda el rostro pálido y ojeroso de Olga Ramírez durante un taller de juegos de mesa en el penal femenil de Santa Martha Acatitla, Ciudad de México. No paraba de toser, estaba sin energías y apenas podía respirar. Rodríguez, quien coordina actividades culturales y lúdicas para otras internas, mandó a su alumna al servicio médico, le hicieron una prueba y la aislaron en un área para quienes se contagiaban de Covid-19. Eran finales de abril de 2020. No volvieron a verla en el dormitorio C, el más sobrepoblado de la cárcel.
Tres meses después las custodias confirmaron a las internas la muerte de Olga Ramírez. La versión que escucharon fue que su fallecimiento no había tenido que ver con la pandemia, sino con la diabetes y la hipertensión, dos de los mayores factores de riesgo para los enfermos de Covid-19. Pero después de aquella clase, recuerdan tres internas, los brotes se extendieron a los diferentes talleres: Tania Rodríguez y Camila Oseguera, otras dos mujeres que participaban en un aula de fabricación de guantes para el tinte de cabello, también comenzaron a presentar síntomas asociados al coronavirus.
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