DiarioSinSecretos.com / Angélica García Muñoz
Hace 45 años estuvo el Papa Juan Pablo II, en Puebla, recordó el obispo auxiliar de la Arquidiócesis de Puebla Mons. Tomás López Durán.
DiarioSinSecretos.com / Angélica García Muñoz
Hace 45 años estuvo el Papa Juan Pablo II, en Puebla, recordó el obispo auxiliar de la Arquidiócesis de Puebla Mons. Tomás López Durán, ante centenares de fieles reunidos en la Catedral Metropolitana, y elevó sus plegarias para que este santo de nuestro tiempo siga intercediendo por nuestro pueblo mexicano, por las familias y la juventud, por sacerdotes y religiosas.
“México, siempre fiel”, fue el insistente llamado de Juan Pablo II a los millones de mexicanos que le acompañaron en su paso por nuestro país, y más de 1 millón y medio, de poblanos.
El pontífice inauguró la Tercera Conferencia del Episcopado Latinoamericano, que tuvo como sede el Seminario Palafoxiano.
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE LA MISA CELEBRADA EN PUEBLA DE LOS ÁNGELES
Puebla de los Ángeles
Domingo 28 de enero de 1979
Amadísimos hijos e hijas:
Puebla de los Ángeles: el nombre sonoro y expresivo de vuestra ciudad se encuentra hoy día en millones de labios a lo largo de América Latina y en todo el mundo. Vuestra ciudad se vuelve símbolo y señal para la Iglesia latinoamericana. Es aquí, de hecho, que se congregan a partir de hoy, convocados por el Sucesor de Pedro, los obispos de todo el continente para reflexionar sobre la misión de los Pastores en esta parte del mundo, en esta hora singular de la historia.
El Papa ha querido subir hasta esta cumbre desde donde parece abrirse toda América Latina. Y es con la impresión de contemplar el diseño de cada una de las Naciones que, en este altar levantado sobre las montañas, el Papa ha querido celebrar este Sacrificio Eucarístico para invocar sobre esta Conferencia, sus participantes y sus trabajos, la luz, el calor, todos los dones del Espíritu de Dios, Espíritu de Jesucristo.
Nada más natural y necesario que invocarlo en esta circunstancia. La grande Asamblea que se abre es, en efecto, en su esencia más profunda una reunión eclesial: eclesial por aquellos que aquí se reúnen, Pastores de la Iglesia de Dios que está en América Latina; eclesial por el tema que estudia, la misión de la Iglesia en el continente; eclesial por sus objetivos de hacer siempre más viva y eficaz la contribución original que la Iglesia tiene el deber de ofrecer al bienestar, a la armonía, a la justicia y a la paz de estos pueblos. Ahora bien, no hay asamblea eclesial si ahí no está en la plenitud de su misteriosa acción el Espíritu de Dios.
El Papa lo invoca con todo el fervor de su corazón. Que el lugar donde se reúnen los obispos sea un nuevo Cenáculo, mucho más grande que el de Jerusalén, donde los Apóstoles eran apenas Once en aquella mañana, pero, como el de Jerusalén, abierto a las llamas del Paráclito y a la fuerza de un renovado Pentecostés. Que el Espíritu cumpla en vosotros, obispos, aquí congregados, la multiforme misión que el Señor Jesús le confió: intérprete de Dios para hacer comprender su designio y su palabra inaccesibles a la simple razón humana (cf. Jn 14, 26), abra la inteligencia de estos Pastores y los introduzca en la verdad (cf. Jn 16, 13); testigo de Jesucristo, dé testimonio en la conciencia y en el corazón de ellos y los transforme a su vez en testigos coherentes, creíbles, eficaces durante sus trabajos (cf. Jn 15, 26); Abogado o Consolador, infunda ánimo contra el pecado del mundo (cf. Jn 16, 8), y les ponga en los labios lo que habrán de decir, sobre todo en el momento en que el testimonio costará sufrimiento y fatiga.
Os ruego, pues, amados hijos e hijas, que os unáis a mí en esta Eucaristía, en esta invocación al Espíritu. No es para sí mismos ni por intereses personales que los obispos, venidos de todos los ambientes del continente se encuentran aquí; es para vosotros, Pueblo de Dios en estas tierras, y para vuestro bien. Participad pues en esta III Conferencia también de esta manera: pidiendo cada día para todos y cada uno de ellos la abundancia del Espíritu Santo.
Se ha dicho, en forma bella y profunda, que nuestro Dios en su misterio más intimo, no es una soledad, sino una familia, puesto que lleva en sí mismo paternidad, filiación y la esencia de la familia que es el amor. Este amor, en la familia divina, es el Espíritu Santo. El tema de la familia no es pues ajeno al tema del Espíritu Santo. Permitid que sobre este tema de la familia –que ciertamente ocupará a los obispos durante estos días– os dirija el Papa algunas palabras.
Sabéis que con términos densos y apremiantes la Conferencia de Medellín habló de la familia. Los obispos, en aquel año de 1968, vieron, en vuestro gran sentido de la familia, un rasgo primordial de vuestra cultura latinoamericana. Hicieron ver que, para el bien de vuestros países, las familias latinoamericanas deberían tener siempre tres dimensiones: ser educadoras en la fe, formadoras de personas, promotoras de desarrollo. Subrayaron también los graves obstáculos que las familias encuentran para cumplir con este triple cometido. Recomendaron “por eso” la atención pastora! a las familias, como una de las atenciones prioritarias de la Iglesia en el continente.
Pasados diez años, la Iglesia en América Latina se siente feliz por todo lo que ha podido hacer en favor de la familia. Pero reconoce con humildad cuánto le falta por hacer, mientras percibe que la pastoral familiar, lejos de haber perdido su carácter prioritario, aparece hoy todavía más urgente, como elemento muy importante en la evangelización.
La Iglesia es consciente, en efecto, de que en estos tiempos la familia afronta en América Latina serios problemas. Últimamente algunos países han introducido el divorcio en su legislación, lo cual conlleva una nueva amenaza a la integridad familiar. En la mayoría de vuestros países se lamenta que un número alarmante de niños, porvenir de esas naciones y esperanzas para el futuro, nazcan en hogares sin ninguna estabilidad o, como se les suele llamar, en “familias incompletas”. Además, en ciertos lugares del “Continente de la esperanza”, esta misma esperanza corre el riesgo de desvanecerse, pues ella crece en el seno de las familias muchas de las cuales no pueden vivir normalmente, porque repercuten particularmente en ellas los resultados más negativos del desarrollo: índices verdaderamente deprimentes de insalubridad, pobreza y aún miseria, ignorancia y analfabetismo, condiciones inhumanas de vivienda, subalimentación crónica y tantas otras realidades no menos tristes.
En defensa de la familia, contra estos males, la Iglesia se compromete a dar su ayuda e invita a los Gobiernos para que pongan como punto clave de su acción: una política sociofamiliar inteligente, audaz, perseverante, reconociendo que ahí se encuentra sin duda el porvenir –la esperanza– del continente. Habría que añadir que tal política familiar no debe entenderse como un esfuerzo indiscriminado para reducir a cualquier precio el índice de natalidad –lo que, mi predecesor Pablo VI llamaba “disminuir el número de los invitados al banquete de la vida”– cuando es notorio que aun para el desarrollo un equilibrado índice de población es indispensable. Se trata de combinar esfuerzos para crear condiciones favorables a la existencia de familias sanas y equilibradas: “aumentar la comida en la mesa”, siempre en expresión de Pablo VI.
Además de la defensa de la familia, debemos hablar también de promoción de la familia. A tal promoción han de contribuir muchos organismos: gobiernos y organismos gubernamentales, la escuela, los sindicatos, los medios de comunicación social, las agrupaciones de barrios, las diferentes asociaciones voluntarias o espontáneas que florecen hoy día en todas partes.
La Iglesia debe ofrecer también su contribución en la línea de su misión espiritual de anuncio del Evangelio y conducción de los hombres a la salvación, que tiene también una enorme repercusión sobre el bienestar de la familia. ¿Y qué puede hacer la Iglesia uniendo sus esfuerzos a los de los otros? Estoy seguro de que vuestros obispos se esforzarán por dar a esta cuestión respuestas adecuadas, justas, valederas. Os indico cuánto valor tiene para la familia lo que la Iglesia hace ya en América Latina, por ejemplo, para preparar los futuros esposos al matrimonio, para ayudar a las familias cuando atraviesan en su existencia crisis normales que, bien encaminadas, pueden ser hasta fecundas y enriquecedoras, para hacer de cada familia cristiana una verdadera ecclesia domestica, con todo el rico contenido de esta expresión, para preparar muchas familias a la misión de evangelizadora de otras familias para poner de relieve todos los valores de la vida familiar, para venir en ayuda a las familias incompletas, para estimular los gobernantes a suscitar en sus países esa política socio-familiar de la que hablábamos hace un momento. La Conferencia de Puebla ciertamente apoyará estas iniciativas y quizás sugerirá otras. Alégranos pensar que la historia de Latinoamérica tendrá así motivos para agradecer a la Iglesia lo mucho que ha hecho, hace y hará por la familia en este vasto continente.
Hijos e hijas muy amados: el Sucesor de Pedro se siente ahora, desde este altar, singularmente cercano a todas las familias de América Latina. Es como si, cada hogar se abriera y el Papa pudiese penetrar en cada uno de ellos; casas donde no falta el pan ni el bienestar pero falta quizás concordia y alegría; casas donde las familias viven más bien modestamente y en la inseguridad del mañana, ayudándose mutuamente a llevar una existencia difícil pero digna; pobres habitaciones en las periferias de vuestras ciudades, donde hay mucho sufrimiento escondido aunque en medio de ellas existe la sencilla alegría de los pobres; humildes chozas de campesinos, de indígenas, de emigrantes, etc. Para cada familia en particular el Papa quisiera poder decir una palabra de aliento y de esperanza. Vosotras, familias que podéis disfrutar del bienestar, no os cerréis dentro de vuestra felicidad; abríos a los otros para repartir lo que os sobra y a otros les falta. Familias oprimidas por la pobreza, no os desaniméis y, sin tener el lujo por ideal, ni la riqueza como principio de felicidad, buscad con la ayuda de todos superar los pesos difíciles en la espera de días mejores. Familias visitadas y angustiadas por el dolor físico o moral, probadas por la enfermedad o la miseria, no acrecentéis a tales sufrimientos la amargura o la desesperación, sino sabed amortiguar el dolor con la esperanza. Familias todas de América Latina, estad seguras de que el Papa os conoce y quiere conoceros aún más porque os ama con delicadezas de Padre.
Esta es, en el cuadro de la visita del Papa a México, la Jornada de la Familia. Acoged pues, familias latinoamericanas, con vuestra presencia aquí, alrededor del altar, a través de la radio o la televisión, acoged la visita que el Papa quiere hacer a cada una. Y dadle al Papa la alegría de veros crecer en los valores cristianos que son los vuestros, para que América Latina encuentre en sus millones de familias razones para confiar, para esperar, para luchar, para construir.
ante centenares de fieles reunidos en la Catedral Metropolitana, y elevó sus plegarias para que este santo de nuestro tiempo siga intercediendo por nuestro pueblo mexicano, por las familias y la juventud, por sacerdotes y religiosas.
“México, siempre fiel”, fue el insistente llamado de Juan Pablo II a los millones de mexicanos que le acompañaron en su paso por nuestro país, y más de 1 millón y medio, de poblanos.
El pontífice inauguró la Tercera Conferencia del Episcopado Latinoamericano, que tuvo como sede el Seminario Palafoxiano.
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE LA MISA CELEBRADA EN PUEBLA DE LOS ÁNGELES
Puebla de los Ángeles
Domingo 28 de enero de 1979
Amadísimos hijos e hijas:
Puebla de los Ángeles: el nombre sonoro y expresivo de vuestra ciudad se encuentra hoy día en millones de labios a lo largo de América Latina y en todo el mundo. Vuestra ciudad se vuelve símbolo y señal para la Iglesia latinoamericana. Es aquí, de hecho, que se congregan a partir de hoy, convocados por el Sucesor de Pedro, los obispos de todo el continente para reflexionar sobre la misión de los Pastores en esta parte del mundo, en esta hora singular de la historia.
El Papa ha querido subir hasta esta cumbre desde donde parece abrirse toda América Latina. Y es con la impresión de contemplar el diseño de cada una de las Naciones que, en este altar levantado sobre las montañas, el Papa ha querido celebrar este Sacrificio Eucarístico para invocar sobre esta Conferencia, sus participantes y sus trabajos, la luz, el calor, todos los dones del Espíritu de Dios, Espíritu de Jesucristo.
Nada más natural y necesario que invocarlo en esta circunstancia. La grande Asamblea que se abre es, en efecto, en su esencia más profunda una reunión eclesial: eclesial por aquellos que aquí se reúnen, Pastores de la Iglesia de Dios que está en América Latina; eclesial por el tema que estudia, la misión de la Iglesia en el continente; eclesial por sus objetivos de hacer siempre más viva y eficaz la contribución original que la Iglesia tiene el deber de ofrecer al bienestar, a la armonía, a la justicia y a la paz de estos pueblos. Ahora bien, no hay asamblea eclesial si ahí no está en la plenitud de su misteriosa acción el Espíritu de Dios.
El Papa lo invoca con todo el fervor de su corazón. Que el lugar donde se reúnen los obispos sea un nuevo Cenáculo, mucho más grande que el de Jerusalén, donde los Apóstoles eran apenas Once en aquella mañana, pero, como el de Jerusalén, abierto a las llamas del Paráclito y a la fuerza de un renovado Pentecostés. Que el Espíritu cumpla en vosotros, obispos, aquí congregados, la multiforme misión que el Señor Jesús le confió: intérprete de Dios para hacer comprender su designio y su palabra inaccesibles a la simple razón humana (cf. Jn 14, 26), abra la inteligencia de estos Pastores y los introduzca en la verdad (cf. Jn 16, 13); testigo de Jesucristo, dé testimonio en la conciencia y en el corazón de ellos y los transforme a su vez en testigos coherentes, creíbles, eficaces durante sus trabajos (cf. Jn 15, 26); Abogado o Consolador, infunda ánimo contra el pecado del mundo (cf. Jn 16, 8), y les ponga en los labios lo que habrán de decir, sobre todo en el momento en que el testimonio costará sufrimiento y fatiga.
Os ruego, pues, amados hijos e hijas, que os unáis a mí en esta Eucaristía, en esta invocación al Espíritu. No es para sí mismos ni por intereses personales que los obispos, venidos de todos los ambientes del continente se encuentran aquí; es para vosotros, Pueblo de Dios en estas tierras, y para vuestro bien. Participad pues en esta III Conferencia también de esta manera: pidiendo cada día para todos y cada uno de ellos la abundancia del Espíritu Santo.
Se ha dicho, en forma bella y profunda, que nuestro Dios en su misterio más intimo, no es una soledad, sino una familia, puesto que lleva en sí mismo paternidad, filiación y la esencia de la familia que es el amor. Este amor, en la familia divina, es el Espíritu Santo. El tema de la familia no es pues ajeno al tema del Espíritu Santo. Permitid que sobre este tema de la familia –que ciertamente ocupará a los obispos durante estos días– os dirija el Papa algunas palabras.
Sabéis que con términos densos y apremiantes la Conferencia de Medellín habló de la familia. Los obispos, en aquel año de 1968, vieron, en vuestro gran sentido de la familia, un rasgo primordial de vuestra cultura latinoamericana. Hicieron ver que, para el bien de vuestros países, las familias latinoamericanas deberían tener siempre tres dimensiones: ser educadoras en la fe, formadoras de personas, promotoras de desarrollo. Subrayaron también los graves obstáculos que las familias encuentran para cumplir con este triple cometido. Recomendaron “por eso” la atención pastora! a las familias, como una de las atenciones prioritarias de la Iglesia en el continente.
Pasados diez años, la Iglesia en América Latina se siente feliz por todo lo que ha podido hacer en favor de la familia. Pero reconoce con humildad cuánto le falta por hacer, mientras percibe que la pastoral familiar, lejos de haber perdido su carácter prioritario, aparece hoy todavía más urgente, como elemento muy importante en la evangelización.
La Iglesia es consciente, en efecto, de que en estos tiempos la familia afronta en América Latina serios problemas. Últimamente algunos países han introducido el divorcio en su legislación, lo cual conlleva una nueva amenaza a la integridad familiar. En la mayoría de vuestros países se lamenta que un número alarmante de niños, porvenir de esas naciones y esperanzas para el futuro, nazcan en hogares sin ninguna estabilidad o, como se les suele llamar, en “familias incompletas”. Además, en ciertos lugares del “Continente de la esperanza”, esta misma esperanza corre el riesgo de desvanecerse, pues ella crece en el seno de las familias muchas de las cuales no pueden vivir normalmente, porque repercuten particularmente en ellas los resultados más negativos del desarrollo: índices verdaderamente deprimentes de insalubridad, pobreza y aún miseria, ignorancia y analfabetismo, condiciones inhumanas de vivienda, subalimentación crónica y tantas otras realidades no menos tristes.
En defensa de la familia, contra estos males, la Iglesia se compromete a dar su ayuda e invita a los Gobiernos para que pongan como punto clave de su acción: una política sociofamiliar inteligente, audaz, perseverante, reconociendo que ahí se encuentra sin duda el porvenir –la esperanza– del continente. Habría que añadir que tal política familiar no debe entenderse como un esfuerzo indiscriminado para reducir a cualquier precio el índice de natalidad –lo que, mi predecesor Pablo VI llamaba “disminuir el número de los invitados al banquete de la vida”– cuando es notorio que aun para el desarrollo un equilibrado índice de población es indispensable. Se trata de combinar esfuerzos para crear condiciones favorables a la existencia de familias sanas y equilibradas: “aumentar la comida en la mesa”, siempre en expresión de Pablo VI.
Además de la defensa de la familia, debemos hablar también de promoción de la familia. A tal promoción han de contribuir muchos organismos: gobiernos y organismos gubernamentales, la escuela, los sindicatos, los medios de comunicación social, las agrupaciones de barrios, las diferentes asociaciones voluntarias o espontáneas que florecen hoy día en todas partes.
La Iglesia debe ofrecer también su contribución en la línea de su misión espiritual de anuncio del Evangelio y conducción de los hombres a la salvación, que tiene también una enorme repercusión sobre el bienestar de la familia. ¿Y qué puede hacer la Iglesia uniendo sus esfuerzos a los de los otros? Estoy seguro de que vuestros obispos se esforzarán por dar a esta cuestión respuestas adecuadas, justas, valederas. Os indico cuánto valor tiene para la familia lo que la Iglesia hace ya en América Latina, por ejemplo, para preparar los futuros esposos al matrimonio, para ayudar a las familias cuando atraviesan en su existencia crisis normales que, bien encaminadas, pueden ser hasta fecundas y enriquecedoras, para hacer de cada familia cristiana una verdadera ecclesia domestica, con todo el rico contenido de esta expresión, para preparar muchas familias a la misión de evangelizadora de otras familias para poner de relieve todos los valores de la vida familiar, para venir en ayuda a las familias incompletas, para estimular los gobernantes a suscitar en sus países esa política socio-familiar de la que hablábamos hace un momento. La Conferencia de Puebla ciertamente apoyará estas iniciativas y quizás sugerirá otras. Alégranos pensar que la historia de Latinoamérica tendrá así motivos para agradecer a la Iglesia lo mucho que ha hecho, hace y hará por la familia en este vasto continente.
Hijos e hijas muy amados: el Sucesor de Pedro se siente ahora, desde este altar, singularmente cercano a todas las familias de América Latina. Es como si, cada hogar se abriera y el Papa pudiese penetrar en cada uno de ellos; casas donde no falta el pan ni el bienestar pero falta quizás concordia y alegría; casas donde las familias viven más bien modestamente y en la inseguridad del mañana, ayudándose mutuamente a llevar una existencia difícil pero digna; pobres habitaciones en las periferias de vuestras ciudades, donde hay mucho sufrimiento escondido aunque en medio de ellas existe la sencilla alegría de los pobres; humildes chozas de campesinos, de indígenas, de emigrantes, etc. Para cada familia en particular el Papa quisiera poder decir una palabra de aliento y de esperanza. Vosotras, familias que podéis disfrutar del bienestar, no os cerréis dentro de vuestra felicidad; abríos a los otros para repartir lo que os sobra y a otros les falta. Familias oprimidas por la pobreza, no os desaniméis y, sin tener el lujo por ideal, ni la riqueza como principio de felicidad, buscad con la ayuda de todos superar los pesos difíciles en la espera de días mejores. Familias visitadas y angustiadas por el dolor físico o moral, probadas por la enfermedad o la miseria, no acrecentéis a tales sufrimientos la amargura o la desesperación, sino sabed amortiguar el dolor con la esperanza. Familias todas de América Latina, estad seguras de que el Papa os conoce y quiere conoceros aún más porque os ama con delicadezas de Padre.
Esta es, en el cuadro de la visita del Papa a México, la Jornada de la Familia. Acoged pues, familias latinoamericanas, con vuestra presencia aquí, alrededor del altar, a través de la radio o la televisión, acoged la visita que el Papa quiere hacer a cada una. Y dadle al Papa la alegría de veros crecer en los valores cristianos que son los vuestros, para que América Latina encuentre en sus millones de familias razones para confiar, para esperar, para luchar, para construir.